EPÍLOGO
El accidente en la Fábrica no había
sido nada fuera de lo común, a pesar de que la había pillado totalmente por
sorpresa. Tuvo la suerte de que el traje de protección salvaguardó la mayor
parte de su cuerpo. Aun así, los ácidos habían corroído la piel de su abdomen y
brazos, aunque afortunadamente su seguro se encargaría de cubrir los costes de
los reemplazos.
Le dieron un mes libre, pagado, y la
ingresaron en una clínica afiliada a la Fábrica que no quedaba muy lejos. La
sintetización de piel siempre era muy dolorosa, lenta. No obstante, gracias a
los últimos avances, una semana de coma inducido bastó para que cuando volvió a
ver su cuerpo el resultado fuese bastante aceptable.
Conocía los riesgos de trabajar en los
Equipos de Descontaminación. El salario no estaba nada mal, pero los accidentes
eran parte de su día a día. Para ella había sido mucho más traumática la vez
que perdió la pierna izquierda. Había tardado mucho en acostumbrarse a la
prótesis, que aunque en apariencia era perfectamente indistinguible de un
miembro normal, le exigía aún a día de hoy una dura rutina de ejercicios para
poder movilizarla y mantenerse a punto. El incidente de los ácidos en
comparación era algo menor, innegablemente doloroso, aunque meramente estético.
Esas cosas siempre eran fáciles de arreglar. Tal vez lo peor del tiempo que
había estado ingresada era que no le habían permitido fumar.
Cuando volvió a su apartamento, un
espacio diminuto en la circunscripción de la Fábrica, casi todo estaba como lo
había dejado. Nadie se había sorprendido por su ausencia, ya que la poca
familia que le quedaba hacía años que se había marchado hacia las Colonias, con
aquella falsa promesa propagandística de forjarse un futuro mejor. Ya solo
quedaba ella en la Ciudad, y conocía el secreto. No había futuro.
Se quitó su abrigo sencillo, barato,
contemplando las finas cicatrices que paulatinamente irían desapareciendo de
sus brazos. Dobló la prenda y la colocó en el respaldo de la silla, en la que
después se sentó despacio, haciendo una mueca de dolor cuando movilizó la piel
nueva, tirante. Sacó el cigarrillo del paquete, lo deslizó con suavidad entre
sus labios y lo encendió con una chispa brillante de su mechero eléctrico.
Cerró los ojos al aspirar el humo. E, inconscientemente, lo buscó al otro lado
de la ventana.
Hacía ya tiempo que se había dado
cuenta de que la observaba. Al principio se había sentido desconcertada, pero
no por la inherente violación de su intimidad, sino porque en sus ojos verdes,
empañados por el alcohol, no había ni un atisbo de reconocimiento.
Ella también lo había espiado, en
silencio, desde mucho antes de que supiera de su existencia. Lo contemplaba en
las largas horas de la cadena de montaje, mientras revisaba cada pieza, a la
par que ella iba recogiendo los residuos resultantes de la pesada maquinaria.
Había reparado en sus manos, fuerte y precisas. Había aspirado su aroma en la
estrechez del ascensor industrial, una mezcla de sudor acre del esfuerzo físico
y los efluvios etílicos que emanaban de su piel. Se preguntó si había sido el
traje de descontaminación, si era el casco protector, o si simplemente no había
reparado en aquella muchacha corriente que compartía con él algunos turnos, que
se cruzaba a veces en la entrada al fichar, que unas veces terminaba antes y
otras muchas más tarde.
Nunca se habría acercado a él, por
supuesto. Los miembros de los Equipos de Descontaminación eran, cuanto menos,
evitados. Restos de radiación, sustancias químicas en cada poro de su piel, por
no hablar de las deformidades que acompañaban con el tiempo a la mayoría de
Descontaminadores. Quizás hubiera sido más humano fabricar máquinas que
asumiesen aquellas tareas, pero no más económico. Al fin y al cabo, la materia
orgánica y la desesperación humana eran recursos prácticamente infinitos en la
Ciudad.
De modo que se había dejado observar
dócilmente, sabiéndose partícipe de un juego secreto. Ella conocía todo de él:
su nombre, su vida anterior, sus horarios, su puesto en la Fábrica. Era fácil
preguntar a otros Descontaminadores, indagar aquí y allá, vigilarlo mientras
realizaba las tareas de mantenimiento. En los turnos que no compartían,
simplemente podía pedir el favor a alguno de sus compañeros.
El juego se había espaciado en el tiempo,
y ella comenzó a impacientarse. Se preguntó cuánto le llevaría darse cuenta de
quién era, si sus averiguaciones terminarían por llevarlo hasta su puerta. Poco
a poco fue entendiendo la magnitud de su invisibilidad para él en la Fábrica,
así que abandonó la esperanza pueril y se dedicó simplemente a ser aquella
mujer que lo fascinaba, fumando en la ventana.
No le sorprendió en absoluto cuando le
contaron que había abandonado la Fábrica. A lo mejor, como había hecho ella, se
había rendido. O tal vez nunca hubo ninguna pretensión más allá de espiarla. Fuera
como fuese, los ojos oscuros y profundos de la mujer se posaron unos últimos
segundos sobre el sillón vacío, semioculto en la penumbra del apartamento más
allá de su ventana. Consumió las últimas caladas y apagó el cigarrillo, tras lo
cual, con gesto distraído, corrió la cortina y cerró la ventana. No había que
darle mayor importancia. Porque al fin y al cabo, aquellos solo habían sido los
sueños fugaces de una Descontaminadora.
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