jueves, 21 de noviembre de 2019

RETO DE ESCRITURA: ERA NADIE. EPÍLOGO


EPÍLOGO

El accidente en la Fábrica no había sido nada fuera de lo común, a pesar de que la había pillado totalmente por sorpresa. Tuvo la suerte de que el traje de protección salvaguardó la mayor parte de su cuerpo. Aun así, los ácidos habían corroído la piel de su abdomen y brazos, aunque afortunadamente su seguro se encargaría de cubrir los costes de los reemplazos.
Le dieron un mes libre, pagado, y la ingresaron en una clínica afiliada a la Fábrica que no quedaba muy lejos. La sintetización de piel siempre era muy dolorosa, lenta. No obstante, gracias a los últimos avances, una semana de coma inducido bastó para que cuando volvió a ver su cuerpo el resultado fuese bastante aceptable.

Conocía los riesgos de trabajar en los Equipos de Descontaminación. El salario no estaba nada mal, pero los accidentes eran parte de su día a día. Para ella había sido mucho más traumática la vez que perdió la pierna izquierda. Había tardado mucho en acostumbrarse a la prótesis, que aunque en apariencia era perfectamente indistinguible de un miembro normal, le exigía aún a día de hoy una dura rutina de ejercicios para poder movilizarla y mantenerse a punto. El incidente de los ácidos en comparación era algo menor, innegablemente doloroso, aunque meramente estético. Esas cosas siempre eran fáciles de arreglar. Tal vez lo peor del tiempo que había estado ingresada era que no le habían permitido fumar. 

Cuando volvió a su apartamento, un espacio diminuto en la circunscripción de la Fábrica, casi todo estaba como lo había dejado. Nadie se había sorprendido por su ausencia, ya que la poca familia que le quedaba hacía años que se había marchado hacia las Colonias, con aquella falsa promesa propagandística de forjarse un futuro mejor. Ya solo quedaba ella en la Ciudad, y conocía el secreto. No había futuro.

Se quitó su abrigo sencillo, barato, contemplando las finas cicatrices que paulatinamente irían desapareciendo de sus brazos. Dobló la prenda y la colocó en el respaldo de la silla, en la que después se sentó despacio, haciendo una mueca de dolor cuando movilizó la piel nueva, tirante. Sacó el cigarrillo del paquete, lo deslizó con suavidad entre sus labios y lo encendió con una chispa brillante de su mechero eléctrico. Cerró los ojos al aspirar el humo. E, inconscientemente, lo buscó al otro lado de la ventana.
Hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que la observaba. Al principio se había sentido desconcertada, pero no por la inherente violación de su intimidad, sino porque en sus ojos verdes, empañados por el alcohol, no había ni un atisbo de reconocimiento.

Ella también lo había espiado, en silencio, desde mucho antes de que supiera de su existencia. Lo contemplaba en las largas horas de la cadena de montaje, mientras revisaba cada pieza, a la par que ella iba recogiendo los residuos resultantes de la pesada maquinaria. Había reparado en sus manos, fuerte y precisas. Había aspirado su aroma en la estrechez del ascensor industrial, una mezcla de sudor acre del esfuerzo físico y los efluvios etílicos que emanaban de su piel. Se preguntó si había sido el traje de descontaminación, si era el casco protector, o si simplemente no había reparado en aquella muchacha corriente que compartía con él algunos turnos, que se cruzaba a veces en la entrada al fichar, que unas veces terminaba antes y otras muchas más tarde.

Nunca se habría acercado a él, por supuesto. Los miembros de los Equipos de Descontaminación eran, cuanto menos, evitados. Restos de radiación, sustancias químicas en cada poro de su piel, por no hablar de las deformidades que acompañaban con el tiempo a la mayoría de Descontaminadores. Quizás hubiera sido más humano fabricar máquinas que asumiesen aquellas tareas, pero no más económico. Al fin y al cabo, la materia orgánica y la desesperación humana eran recursos prácticamente infinitos en la Ciudad.

De modo que se había dejado observar dócilmente, sabiéndose partícipe de un juego secreto. Ella conocía todo de él: su nombre, su vida anterior, sus horarios, su puesto en la Fábrica. Era fácil preguntar a otros Descontaminadores, indagar aquí y allá, vigilarlo mientras realizaba las tareas de mantenimiento. En los turnos que no compartían, simplemente podía pedir el favor a alguno de sus compañeros.

El juego se había espaciado en el tiempo, y ella comenzó a impacientarse. Se preguntó cuánto le llevaría darse cuenta de quién era, si sus averiguaciones terminarían por llevarlo hasta su puerta. Poco a poco fue entendiendo la magnitud de su invisibilidad para él en la Fábrica, así que abandonó la esperanza pueril y se dedicó simplemente a ser aquella mujer que lo fascinaba, fumando en la ventana.

No le sorprendió en absoluto cuando le contaron que había abandonado la Fábrica. A lo mejor, como había hecho ella, se había rendido. O tal vez nunca hubo ninguna pretensión más allá de espiarla. Fuera como fuese, los ojos oscuros y profundos de la mujer se posaron unos últimos segundos sobre el sillón vacío, semioculto en la penumbra del apartamento más allá de su ventana. Consumió las últimas caladas y apagó el cigarrillo, tras lo cual, con gesto distraído, corrió la cortina y cerró la ventana. No había que darle mayor importancia. Porque al fin y al cabo, aquellos solo habían sido los sueños fugaces de una Descontaminadora.

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