Este mes el tema del relato, o más bien el requisito, es que contuviese una descripción. Tenía claro desde un principio que quería escribir sobre una descripción de personaje, y ya antes de empezar el relato había algunas ideas sobre el tema rondando por mi cabeza.
Finalmente escogí una de ellas y me senté a escribir. Debo reconocer que ha sido bastante más difícil quitarme el óxido de encima y poder reenganchar el mundo de la escritura. Aunque como ya he dicho antes mi idea inicial era bastante clara, cuando me he puesto delante del folio han empezado a surgir cosas completamente diferentes, y si bien el relato final cumple el requisito de tener una descripción en su contenido (varias, de hecho), no es ni por asomo lo que yo pretendía escribir.
También he de añadir que ha quedado todo mucho más extenso de lo que esperaba, y de lo que iba a ser un relato de un par de folios han salido casi catorce páginas. Por ello he decidido publicarlo en varias partes, para que no se haga excesivamente tedioso para el lector, ya que en una sola entrada podría ser excesivo.
En resumen, las conclusiones que he sacado del ejercicio de Noviembre han sido las siguientes:
- Mi estilo de relato ha cambiado mucho antes y después del "Gran Parón". Antes cuando escribía un relato, me costaba hacerlo extenso. Ahora casi me ha costado reducirlo.
- Mi idea inicial ha ido mutando en varias fases, hasta que ha quedado un relato que tiene poco que ver con lo que había pensado en un principio. El resultado final no me disgusta, pero me hace darme cuenta que no soy, por el momento, del tipo de escritor que se ajusta a esquemas y planificaciones.
- He perdido mucha fluidez y vocabulario en todo este tiempo. Por supuesto, espero poder corregir este inconveniente, tanto con las herramientas de los retos como dedicando más tiempo a leer y a practicar.
No me voy a poner mucho más pesada en cuanto a mis autorreflexiones. A continuación os dejo lo que ha salido de todo este esfuerzo, de mi inspiración otoñal y de varios litros de café. Espero sinceramente que lo disfutéis, como he disfrutado yo escribiéndolo por humilde que sea esta historia. Me encantará leer vuestras opiniones al respecto tanto en el blog como a través de mis redes sociales. Gracias una vez más por pasaros por aquí.
ERA NADIE
PARTE
I
Estaba allí, como cada mañana a las
seis desde que le alcanzaba la memoria. La luz fría de los neones iluminaba su
rostro pálido, reflejándose en sus ojos oscuros como una nebulosa de colores
brillantes.
Observó distraídamente el humo del
cigarrillo que se escapaba entre sus labios voluminosos, fundiéndose con los
vapores que ascendían desde las cocinas ubicadas en los locales de los pisos
inferiores. Verla enmarcada en aquella ventana era como contemplar una obra de
arte mundano, siempre igual pero a la vez cambiante. Era una constante en su
vida, que dictaba la rutina y separaba los días de las noches.
Abrió la pequeña nevera destartalada
que había bajo la encimera de la cocina y sacó un botellín de cerveza barata,
comprada en cualquier tienda de veinticuatro horas que le cayese al paso al
volver desde la Fábrica. Después, sin mucha ceremonia, se quitó las botas de
trabajo y se sentó en el sillón, colocado estratégicamente para poder verla,
pero lo suficientemente oculto como para no ser visto. Ella vestía aquel día
una camiseta blanca, sin mangas, que se pegaba a su cuello por el sudor. Sin
duda había estado haciendo deporte. Sin poder evitarlo, trajo de nuevo a su
mente la historia de la bailarina.
Algunas veces le gustaba imaginar que
ella era una bailarina, sí, de aquellas antiguas. Tenía el cabello largo y
salvaje, del color del cobre bruñido, y lo llevaba suelto sobre los hombros.
Estaba muy lejos de las modas estridentes, de las extravagancias que se habían
vuelto habituales en la Ciudad, y eso le gustaba. Probablemente fuera una
Natural, de esos que habían declarado una guerra abierta a la Diosa Tecnología,
que conservaban su cuerpo puro sin implantes o nanotecnología. Sus movimientos,
fluidos pero firmes, se correspondían a los de un entrenamiento duro, preciso,
con años de constancia y esfuerzo. Sus músculos estaban marcados en los brazos.
Su cuello esbelto, elegante, sostenía su cabeza ladeada en un gesto distraído
mientras fumaba para encontrar la concentración necesaria antes de iniciar su
rutina.
La botella quedó vacía. Ella consumió
su cigarro, desapareciendo tras las tenues cortinas que ocultaban el resto de
su apartamento. El sonido del tráfico comenzaba a adueñarse de las primeras
horas de luz, el rugido de la urbe que volvía a la vida, contra el que el
debería enfrentarse para conciliar el sueño.
Siempre se le había dado bien estudiar
a las personas. Durante todo el tiempo que había trabajado para la Corporación
de Seguridad de la Ciudad ese había sido uno de sus puntos fuertes. Se levantó
del sillón para dejarse caer en el camastro estrecho, aún vestido, sin retirar
siquiera las sábanas. No le gustaba evocar aquella época, pero no eran
pensamientos que pudiera escoger apartar. Iban y venían en una vorágine sin
rumbo que atacaba cuando menos lo esperaba.
A veces le asaltaban recuerdos llenos
de nostalgia. Se veía recorriendo las calles más oscuras de la Ciudad, solo o
con algún compañero, preguntándose tras qué esquina encontraría el próximo
cadáver despiezado por el tráfico de órganos del mercado negro, o si aquella
noche, al volver a su coche, habría algún demente demasiado colocado por alguna
nueva droga de diseño, lo suficientemente puesto como para comprender que no
era buena idea atacar a un agente de la Corporación. Echaba de menos la
emoción, la sensación de anticipación, el hacer algo para lo que se sabía
hecho. Los nuevos tiempos habían traído consigo nuevas formas de maldad, y por
supuesto, como era habitual, la vida humana valía menos con la próxima
actualización, con cada nuevo descubrimiento que la tecnomedicina podía
aportar.
Otras veces, las que más, se acordaba
de Mercy. Recordaba el calor de su cuerpo por las mañanas, cuando despertaba
del sueño turbio de los analgésicos que había consumido para poder soportar el
dolor de las magulladuras recibidas en el turno anterior. Recordaba sus
lágrimas de rabia, las discusiones con la voz llena de terror en las que le
suplicaba que no volviera a marcharse. Al principio había sentido lástima de
ella, de la fe que depositaba en su capacidad para hacerle abandonar algo que
realmente amaba. Le enternecía su ingenuidad, su fuerza de carácter, su pasión
por defender sus argumentos, su miedo a la soledad. Luego comenzaron a vivir
juntos. Para ella, cada noche que él pasaba en la Corporación se convertía en
incertidumbre, en miedo a la llamada final. Era su pequeño infierno personal.
El desgaste, la brecha entre ambos, se había convertido en algo tangible. Ese
fue el momento en el que él comenzó a sentir miedo.
No era nada fácil dejar la Corporación
de Seguridad. Uno no se iba simplemente, no presentaba su dimisión en la mesa
del jefe y recogía sus cosas de la taquilla en una caja de cartón. Le obligaron
a quitarse los implantes oculares, limaron las huellas de identificación que le
daban acceso a los archivos y anularon los permisos de deambulación y
residencia de la parte Medial de la Ciudad. Él mismo se encargó después de que
le hicieran un escáner para extraerle el chip de rastreo y los empastes. Eran
muchos los que decían que nunca se dejaba de pertenecer del todo a la
Corporación. Probablemente fuera cierto.
Se mudaron a un piso pequeño encima de
una tienda de ultramarinos, en la zona Distal. Él comenzó a trabajar en la
Fábrica, en la cadena de montaje de vehículos automatizados de exploración para
las Colonias. En cada turno revisaba aproximadamente trescientas cuarenta
puertas del ala izquierda del modelo Antípoda III. Mercy pasaba algún tiempo en
casa, y a ratos ayudaba en una Academia que la beneficencia había organizado
para los críos de los distritos Distales y Externos de la ciudad. Hubo meses de
calma y rutina, pero aquella brecha se hizo cada vez más grande, en parte por
la infelicidad que le generaba el trabajo tedioso e insustancial de la Fábrica,
y en parte porque la certeza de la presencia del otro había destruido el
carrusel de emociones sobre el que inicialmente se había construido su
relación.
Una mañana, cuando se levantó, Mercy
se había marchado. No quedaba nada suyo en el piso sobre la tienda de
ultramarinos, y aun así no fue capaz de permanecer ni un instante junto al
fantasma de su presencia. De nuevo se mudó, alejándose cada vez más del corazón
de la Ciudad, a aquella habitación apestosa en la circunscripción de la
Fábrica.
Empezaron días oscuros, sin horas, marcados
por el ritmo de la cadena de montaje. Se despertaba con el pitido de la alarma
programada automáticamente en su precario sistema doméstico de inteligencia, y
se dejaba caer al acabar el día en un sueño construido por el alcohol, o por
algún somnífero amnésico si el ajustado salario que percibía se lo permitía.
Muchas veces soñó, deseó morir. No
sabía si habían sido semanas, meses o años el tiempo que había estado
fabricando su propia mortaja de horas vacías y duermevela intranquilo. Podría
haber intentado volver a la Corporación, pero no era tan fácil. Lo habrían
enviado a los Exteriores, o peor aún, a las Colonias, y la muerte era mucho más
deseable que cualquiera de esos dos lugares. La radiación, las guerras de
clanes, los híbridos de experimentos fallidos de una incipiente ingeniería
genética, las enfermedades diseñadas como armas de viejas guerras. Todas
aquellas opciones podían torturar a un hombre de formas más terribles que el
miedo a la propia muerte, y desde luego de formas mucho más espectaculares.
No, solo le quedaba aquella vida
vacía, llena de engranajes oxidados, de procesos automáticos de fabricación que
revisar incontables veces, de cerveza aguada comprada con monedas rebuscadas en
los bolsillos de su chaqueta de trabajo, de bandejas de comida sintética, fría
e insípida. Hasta aquel día. Aquel día en el que ya resignado, vencido, había
visto por primera vez su rostro a través de la ventana. Y durante un segundo, a
la vez fugaz e infinito, el mundo había vuelto a brillar a través de sus ojos
castaños.
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