PARTE III
Por más que se había fijado, nunca
había más movimiento que el de ella en el apartamento de enfrente. Se marchaba
cada mañana, volvía casi por la noche. Los días se habían vuelto más calurosos,
y había empezado a dejar la cortina entreabierta, con la ingenua esperanza de
que algo de brisa se colase en el pequeño habitáculo. Esto le permitió vislumbrar
una porción de su mundo, sencillo y aséptico.
Las paredes grises, sin más adornos
que una estantería metálica de estilo industrial, en la que descansaban viejos
volúmenes de papel, de esos que ya no se veían, cuyos títulos no alcanzaba a
leer desde su escondite. La mesa de cristal, con una única silla, sobre la que
descansaba un cenicero que amenazaba con desbordarse. Veía su sombra moverse de
lado a lado, vistiéndose cada mañana para marcharse, y aun así no había
conseguido añadir ningún detalle nuevo a lo que ya sabía. Su ropa era demasiado
genérica, corriente, sin adornos ni pistas sobre si era coqueta o desaliñada,
sobre si le gustaba recrearse en el espejo o si apenas se fijaba en las prendas
que escogía.
Su rutina era vulgar, metódica. Bebía
agua y se vestía. Preparaba café, encendía el cigarro en la ventana, esperaba.
Apagaba la colilla, fregaba la taza, cogía el abrigo y las llaves de la
estantería. Se marchaba.
Pasó casi dos semanas observando a
través de la cortina entreabierta antes de plantearse que tal vez dentro de
aquella simplicidad solo había mentiras. Cada gesto, cada movimiento, podían no
ser más que un ritual ensayado para fingir normalidad, para que él la observase.
Recordaba casos así, casos que había resuelto el hombre que era antes.
Eran células, a veces grupos casi
sectarios. Estaban contra la Fábrica, contra algún laboratorio, contra algún
dirigente o investigador de las Colonias. Luchaban por los derechos de animales
pseudoextintos, se manifestaban contra enfermedades fabricadas, o contra la
cúpula de contaminación que rodeaba la Ciudad. Lo mismo daba. Vivían por su
causa, para la causa, solían morir por ella y otras tantas veces matar. Y
aquella historia no le disgustó del todo, porque tenía retazos de todos los
retratos que había fabricado de ella.
La bailarina, con una fuerte
disciplina física, pero no para el baile sino para el combate. La naturalista,
con un cuerpo sin implantes para rechazar el progreso. La científica,
perfectamente informada sobre su causa, con instrucciones claras y un plan de
acción diseñado con esmero que debía seguir. La prostituta, que escapaba del
peso del amor exigente de su misión con aquel cigarro cuyo humo ascendía como
una súplica. Era todas, y a la vez ninguna. Era un borrón perdido entre la
sociedad, paciente, sutil, agazapada entre sombras mientras esperaba su
momento. Era Nadie.
En principio no haría nada al
respecto. Cualquier indicio de sospecha
que llegara a oídos de la Corporación de Seguridad de la Ciudad sería
suficiente para que desapareciese en un habitáculo oscuro y estrecho, en el que
ni siquiera tendría espacio para sentarse. Él conocía bien aquellos
habitáculos, y también sabía de buena mano el destino que aguardaba a chicas
como aquella. Recordó, por un instante, el sueño borroso en el que la salvaba.
Y no era eso, nada más que un sueño. Porque él ya no era ese hombre.
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