PARTE II
Los martes, el turno de noche de la
Fábrica acababa antes. Si no paraba en ningún sitio de vuelta a su pequeña
habitación, llegaba con tiempo de ver su silueta recortada a contraluz tras las
cortinas. Había decidido que era alta, seguro, lo suficiente para verla
destacar entre la multitud.
De nuevo el ritual, abría el botellín
y se sentaba, esperando el en momento en el que ella se asomaba a la ventana. Encendía
el cigarrillo con un mechero eléctrico, negro y diminuto, y se recostaba sobre
el alféizar. A veces intentaba ver el cielo, tal vez la timidez de las últimas
estrellas, pero la cúpula de edificios interminables alcanzaba mucho más lejos
de lo que sus ojos podían abarcar. Entonces bajaba la vista hacia el patio
interior, hastiada, mientras la ceniza de su cigarro consumido iba cayendo
sobre la muchedumbre.
Aquella mañana su mirada era seria,
quizás melancólica. No, no era una bailarina. Era cierto que sus rasgos
marcados, su rostro afilado y de pómulos altos, sugerían que probablemente
viniese del viejo continente, pero su rostro era demasiado adusto como para que
le preocupase la frivolidad del espectáculo.
Era joven, sí, aunque tenía algunas
líneas de expresión alrededor de los párpados. Arrugas de preocupación, se
dijo, mientras daba otro trago, y también unas tenues ojeras. Estaba claramente
inquieta. Lo veía en la forma ansiosa en la que apuraba cada calada.
Seguramente habría equivocado su primer retrato. Esa chica trabajaría para
alguno de los laboratorios de la parte Externa. Inteligente, disciplinada, cada
mañana hacía un poco de ejercicio para despejarse y ayudar a que ideas
brillantes fluyesen desde su mente perfecta en otros nuevos descubrimientos. No
era vanidosa, eso la haría perder tiempo. Por eso su imagen sencilla, su
cabello largo, obsoleto, fácil de apartar de la cara y recogerlo para trabajar.
Ella apagó la colilla, arrojándola
hacia el vacío. Se ducharía, se vestiría con su sencilla camiseta sin mangas y
tal vez algún abrigo, simple pero elegante, para perderse entre los cientos de
almas que caminaban con el pulso de la Ciudad. Y él se quedaría allí, esperando
hasta oír la alarma para marcharse a la Fábrica, esperando tal vez cruzársela
cuando ambos volviesen. Pero eso era algo que nunca pasaba.
En ocasiones deseaba que ella fuera
algo completamente diferente. A veces la imaginaba imperfecta, con una vida
gris como la suya, encerrada entre las paredes agrietadas de un apartamento
destartalado. Algunos días, casi siempre por las noches, cuando tenía el turno libre,
la imaginaba entre las sábanas sudorosas de un catre como el que había en su
habitación.
Tal vez esa explicación era la más
sencilla. Alguien que había tocado fondo. Probablemente enganchada a alguna de
las múltiples sustancias de diseño que corrían por los barrios bajos de los
Bordes Exteriores. Y entonces, impregnada por el amor de hombres pasajeros,
encendía su cigarro en la ventana para dejar escapar su mente de aquella cárcel
de carne y pecados.
Se avergonzaba de desearla así, aunque
en el fondo de su corazón sabía que aquél escenario era el único en el que
había cabida para él. Irrumpir en su vida, tan rota como la propia, para
salvarla. Llevarla lejos de drogas, proxenetas, violencia y nichos en los
suburbios donde nadie se percataría de su muerte más allá de los carroñeros
traficantes de órganos y tejidos. Tal vez viajar a las Colonias, quizás ver en
sus ojos pardos el reflejo real de miles de estrellas. Y se engañaba. Porque
era él quien necesitaba ser salvado.
Entonces bebía, bebía hasta dormir,
preguntándose si su cuerpo sería cálido también, si olería a sudor dulce
mezclado con el aroma del tabaco. Si ella podría dormir por las noches.
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